Sobre la acera de concreto y mugre, gracias a una gama de tizas grises y ocres, chispea el mar revuelto que atravesó Lord Glenarvan hasta Isla Tabor. A sus 68 años, José Luis Camacho borra las manchas del boceto con la palma de su mano y sujeta en la boca un pedazo de yeso para acentuar las tonalidades. “Ya está. El rescate del Capitán Grant” –dice. Es la pequeña novela de Julio Verne, estampada para unas horas en la carrera Junín.
“En los 70 aquí había una taberna llamada Metropol” –advierte Fabio, asiduo visitante desde niño, mientras reclama al artista: “Usted debería pintar la lámina de ese bar. Un arriero caminaba de medio lado con la mula en una mano y la guitarra en la otra. En el bolsillo del pantalón la media de aguardiente. Detrás, su esposa. Hasta allí venían todos los hinchas de Antioquia. Fue algo muy autóctono. De esa época ya no hay nada”.
Metropol no fue sino un billar del cual hoy no quedan ni las bolas, mucho menos el mural. Frente al dibujante, un casino anuncia las apuestas y un joven entrega volantes publicitarios. Del tramo de Junín comprendido entre las carreras 43 y 45 desaparecieron, además, el café Miami y casi todas las empresas que, desde finales de 1950, convirtieron ese emporio comercial en el más importante de la ciudad.
Y aunque a los ojos del extranjero la modernidad se erigió de forma caótica, hoy todavía se escucha “juniniar” como expresión sui generis para referirse al hecho mismo de caminar por el Centro. Esos detalles constituyen el patrimonio inmaterial de cualquier nación.
De espaldas al restaurante Versalles, Camacho desliza las tizas. Sobrevive de los aportes en el sombrero, donde también reposa la obra de Julio Verne. Él se ha leído Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en 80 días y 20.000 leguas de viaje submarino, pero desde 2013 implora apoyo para su arte a pocos pasos del parque Bolívar. Allí culmina o empieza una de las calles más antiguas de la ciudad. Conecta la Catedral Metropolitana de Medellín con la unión de la calle San Juan con la carrera Palacé.
De los más de 300 negocios de la arteria peatonal, el Versalles de don Leonardo Nieto es el único establecimiento entre los recuerdos de la adolescencia de Fabio. “Las mejores empanadas argentinas de toda Colombia” –sonríe el hombre. Es una frase con sabor a paisa. Y también con gusto cubano. Somos idénticos en eso: creemos, por vanidosos –diría José Martí–, que el mundo entero es nuestra aldea.
“Al teatro Junín, al Hotel Europa y al Club Unión venían los más ricos de toda Colombia. Teníamos las boutiques más elegantes; la joyería Tiffany era la mejor del país; la librería Continental fue la más grande de Medellín. Y en las heladerías Fuente Azul y Doña María –válgame Dios- las mujeres más hermosas del mundo”. El superlativo es –nadie lo duda– expresión pasional del regionalismo.
Versalles sobrevivió al tiempo en una ciudad que carece de un centro histórico colonial. El restaurante de dos plantas es un oasis de historia entre tanta ropa colgada y tanta modelo en tanga. El dueño, oriundo de Buenos Aires, adquirió la empresa en 1961, apenas cuatro años después de su fundación como pastelería de lujo, a cargo de una familia catalana.
Con sus panes de yuca en forma de media luna, algo de vino tinto y un poco de tango al oído, el sitio se atiborró de universitarios, intelectuales, artistas extranjeros. Fue sede de las ligas de ciclismo y atletismo del Departamento, “y hasta de una banda de esos ¿cómo se llaman? Ah sí, nadaístas?”-recuerda Fabio, en alusión a la etapa cuando el existencialismo de Nietzsche y Sartre cobró fuerza en la pluma de Gonzalo Arango, cuestionando el statu quo de la academia y la Iglesia.
Un guajiro en Medellín
A tres cuadras de la pieza de Camacho, sobre la acera de Junín con Boyacá, al borde de la desolación, subsiste Regnán Arturo.
Habla entre dientes, con la vergüenza de los hombres del campo, “¿sabe de algún trabajito?” –pregunta. Tiene las manos curtidas por el sol y el trabajo duro. Un pelo “indiao”, diría mi abuela. Así llamamos en Cuba a quienes con cabello negro y piel tostada cargan la bondad ancestral. Los ojos de Arturo no engañan. “Esta es mi cédula. Mire. Mire aquí”.
“Ahora estoy arrimao en un ranchito por Carambolas. Eso es de Santo Domingo pa’ arriba. Lueguito no tengo ni pa’ panela. Se hace difícil conseguir algo. Allá tengo la mujer y las dos niñas”.
Desde el metrocable -necesario para llegar hasta el rancho- la vía Boyacá no se distingue. Allá arriba se observa un Medellín profundo. El dolor de la violencia. La incertidumbre de las desigualdades. La desesperanza de la marihuana. Pero también el color de los grafitis y las flores acortadas. La alegría de la salsa. El crujir del zinc de las viviendas. El olor de las arepas. Una ciudad que se sobrepone al estigma tercermundista.
Deambular por Boyacá fue el regalo para Regnán por nacer en la Serranía de Perijá, en La Guajira. “Allá no se vive. No se vive mijo. El Eln siempre anda detrás de las jovencitas. Y la mía ya tiene 14. No hay plata. No hay comida. Encontrar el agua es difícil. Hay que romper monte pa´ muchas cosas. Aquí estamos mejor”. Parece una novela de Julio Verne, pero no lo es.
El guajiro descansa en la pared lateral de la iglesia de La Candelaria, en el tramo más estrecho de Boyacá. Como cualquier templo de mediados del siglo XIX, incorpora elementos neoclásicos a su estructura. Una planta rectangular. Tres naves y crucero. Muros de piedra fijados con cal.
Cuenta el presbítero Rafael Alberto Gómez, archivero de la Arquidiócesis, que el edificio ostenta el rango eclesiástico de Basílica desde 1970. “El 31 de julio de 1998 fue declarado Monumento Nacional de Colombia. La primera referencia data de un oratorio de madera y paja de 1649. Medellín ni siquiera había sido erigida como Villa. Fue además la Arquidiócesis entre 1868 y 1931, cuando ese título lo ocupó la Catedral Metropolitana”.
Habla del inmueble de ladrillo y vitrales, al fondo del parque Bolívar. “Es el templo en adobe cocido más grande del mundo. Monseñor Jesús María Marulanda fue el único sacerdote de la historia que inició la construcción de una gran iglesia y observó su culminación, 60 años después. Hoy la ciudad tiene 342 parroquias” –narra el sacerdote.
“Pomada de coca. Manteca de culebra”, gritan los pregoneros. Regnán, en la puerta del santuario, vende libros y folletos que no logra interpretar y que alguien le regaló. La historia de la virgencita, la Guía para Turistas y hasta el segundo tomo del Manual del Amor.
El Mundial en una acera
Metros antes de la intersección de Boyacá con Junín, el edificio Coltejer enterró en 1972 el hotel, el teatro y otros recuerdos de Fabio. Y por supuesto, ¿cómo no mencionarlo? Perteneció a la otrora compañía textil más importante de Colombia. “Y hasta 1977, el más alto de todo el país”.
Fabio descubre otra vez en la acera a Fernando Baquero. Tiene 27 años. Una sonrisa de niño. Y un par de zapatos descosidos. “Este puede lograr la imagen del Metropol si se lo propone, porque pone más colores que Camacho”.
Es técnico en asesoría comercial, pero anima con retazos de tizas y carbones la mascota del mundial futbolístico. “No hay trabajo pa’l pobre. A mí me gusta dibujar. No hacer grafitis, sino este tipo de obras. Es arte efímero. Mañana ya no estará aquí. Eso te obliga a pensar en algo nuevo todos los días.”
Frente al short rojo y la camiseta azul del lobito del Mundial, venden lencería. En el suelo Fernando recupera fondos para las herramientas. “Una cajetilla de tizas a veces cuesta 7 mil pesos. Hago un esfuerzo y las compro. Trato de ahorrarlas, porque esto me hace feliz”.
“Ven. Volvamos” -exige Fabio. “Hay una tienda casi al final”. De nuevo frente al Versalles. “Esta es de las pocas cosas que me gustan del Junín de hoy. Venden arequipe, semillas de flores, bolsos de cuero, ponchos”.
Afuera, Camacho aún no reúne para comer. Esa es su aventura diaria. Más difícil que darle la vuelta al hemisferio austral para llegar a Tabor. En breve las suelas de los zapatos marchitarán la pintura.
En la noche Omara Portuondo, en un recital de su música cubana, hará pensar a este coterráneo en las novelas de Julio Verne, en la nobleza de la gente de Medellín, en las historias de Junín. Y tal como en la canción de la Diva del Buena Vista Social Club, “nunca un temporal podrá quitarles el color. Ni la pasión por vivir”.
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