Mujeres huerteras que siembran memoria y paz, cantaoras afro que custodian la riqueza ancestral y caficultores urbanos que traen un pedazo del campo a la ciudad son algunas de las experiencias de transformación que han dado nuevas dinámicas a la Comuna 8, de Medellín, con proyectos sociales que han permitido cambiar el imaginario que se generó alrededor de barrios como La Sierra por su pasado violento.
En esa ciudad sobreviven historias inspiradoras construidas por personas resilientes que han diseñado una verdadera innovación con iniciativas culturales, productivas y de paz que construyen esperanza para traer progreso a sus comunidades con procesos que permiten reencontrase a partir de nuevos capítulos y llenan de vigor al turismo comunitario, modalidad que ofrece al viajero un conocimiento más cercano y profundo de las culturas autóctonas.
Entre esos procesos inspiradores, que diversifican la oferta turística de la ciudad y ofrece otra mirada del territorio, está la Casa Vivero Jairo Maya con 28 huertas que sirven para hacer memoria y propender por la no repetición, el Grupo Pastoral Afro de La Sierra que reunió a 12 cantaoras para preservar sus raíces y guiar con su música hacia la reconciliación, y el Café Tintoretto que enseña el poder reparador del agro.
CASA VIVERO JAIRO MAYA, HUERTAS QUE HACEN MEMORIA
Un viaje fascinante por las laderas, que aparta a los visitantes de destinos trillados y los lleva hacia las exuberantes montañas verdes de Medellín, remite a una visita a la Casa Vivero Jairo Maya, un lugar de memoria y de una potente transformación social, que concentra el enorme atractivo de la Comuna 8: su capacidad de construir colectivamente.
En ese espacio, donde en el pasado ocurrieron hechos de violencia y llegó a ser considerado una casa del terror, hoy en día se realizan ejercicios de recuerdo, de resistencia y conmemoración para reivindicar el tejido social de la zona al vincular a víctimas del conflicto con proyectos sociales que permiten a los habitantes reecontrarse y resignificar este territorio alrededor de las nuevas dinámicas.
Entre ellas están las huertas comunitarias, una iniciativa que vinculó a 30 mujeres y 8 hombres, quienes decidieron apropiarse de la Casa Vivero para cambiar su connotación y promover procesos de memoria en el barrio Pinares de Oriente.
«Esta casa tiene un pasado oscuro, pero ahora acoge encuentros de niños, a escuelas de música, talleres de inglés y reuniones de víctimas», contó Elizabeth Henao Loaiza, quien se convirtió en huertera para enseñarles a niños y jóvenes los secretos del campo, ese que debió abandonar hace 17 años cuando la violencia tocó a su puerta.
Las 28 huertas que cuidan con esmero les han permitido superar «el dolor que teníamos dentro por dejar nuestras raíces campesinas». La mayoría de los participantes del proyecto son desplazados y debieron empezar desde cero en la periferia de Medellín.
«Uno a veces se limpia las lágrimas de emoción al saber que en la ciudad hacemos lo que hacíamos en nuestras fincas», confesó Elizabeth, de 47 años, quien está orgullosa de las hortalizas orgánicas que cultivan y que han empezado a vender y a transformar en productos como ají, pesto y salsas, entre otros, como parte de un emprendimiento.
Actualmente le apuestan al turismo para contar a los viajeros su historia de resiliencia y desarrollo, además de trabajar por la no repetición. En esos recorridos que diseñaron, los visitantes pueden conocer los proyectos comunitarios como las huertas de donde se sustenta la misma comunidad.
«Queremos mostrar que podemos tener transformaciones de campo en la ciudad, que somos unas mujeres valientes y que a pesar de todo lo que nos ha pasado somos resilientes y luchamos para que nuestros jóvenes no tengan que vivir lo que nosotros vivimos», manifestó Elizabeth.
TINTORETTO, CAFETALES QUE CUENTAN OTRA HISTORIA
De las montañas de la Comuna 8 a una taza en el barrio El Poblado. Así es el viaje que realiza el café cultivado en la finca La Increíble, un pedazo de campo sin salir de la ciudad y el hogar de la familia Eusse, que hace dos años empezó un emprendimiento al descubrir el potencial de su grano cuando un médico allegado probó la bebida y calificó al producto como «tipo exportación».
En ese cultivo de 2.500 palos, ubicado en la parte alta de La Sierra y a 1.700 metros de altitud, nació Café Tintoretto a partir de una tradición familiar y como un símbolo de resistencia, que logró salir al mercado para aliviar una difícil situación económica e inspirar a todo un territorio.
Cada 20 días recogen unos cien kilos para realizar un proceso muy artesanal en casas de bareque y teja de zinc, donde adecuaron una pequeña trilladora, además de zonas de secado, fermentación y despulpado. A la entrada, en una de las mesas, organizan varias bolsas de café selladas, en las que describen el aroma especial, el cuerpo vinoso y las notas cítricas del producto.
«Somos tres fincas las que estamos trabajando por Tintoretto. Nuestro deseo, a buen tiempo, es que todos los caficultores que estamos en La Sierra, que somos como 15 o 16, nos podamos anexar y salir adelante juntos», expresó Rosa Eusse, quien además de mejorar sus condiciones de vida quiso ayudar a cambiar la imagen de un barrio marcado por su pasado violento. «Nos tocaron situaciones adversas, pero también nos ha tocado la transformación», agregó.
Y en este nuevo ciclo impulsado por la comunidad, esta familia caficultora no se conformó con poner su producto en cafeterías y tiendas de Medellín. Exploró con el ecoturismo, pero se quedó con el turismo comunitario al recibir a viajeros para llevarlos a recorrer el proceso desde la semilla hasta la taza.
Antes de la pandemia, esta finca recibió a 30 turistas interesados en conocer la historia de Tintoretto, en la que se sumergieron mientras recogían café, participaban del despulpado y escuchaban las historias de Norman Eusse, le dueño de un legado y una especie de caficultor urbano que trajo el aroma del campo que debió abandonar.
«Acá hay un trabajo muy grande de mi papá», subrayó Rosa, al hablar del cultivo y del proyecto turístico que adelantan: «Mostramos una experiencia increíble. Es tener café a solo media hora de la ciudad».
CANTOS DE RECONCILIACIÓN: GRUPO PASTORAL AFRO DE LA SIERRA
Reconstruir el tejido social, custodiar la riqueza ancestral y preservar las costumbres afro dentro de la comunidad motivó la creación del Grupo Pastoral Afro de La Sierra, una propuesta artística que reúne a doce mujeres cantaoras, con edades entre 14 y 32 años, quienes se han dedicado a sanar heridas con música y danza del Pacifico colombiano.
Entre marimbas y tambores, Juan Andrés Ruiz Valencia le dio forma a este proyecto vinculado a la Parroquia Santa María. No tuvo un inicio fácil. Hubo rechazo de una parte de la comunidad, que al final se dejó seducir por el poder de esas voces de resistencia y esos faldones que llenaron de color al barrio.
«Me gusta mi cultura, mi raza y mi gente», enunció el músico chocoano, quien se considera un «misionero en potencia» y que prefiere no recordar el territorio violento que se encontró a su llegada hace 20 años. Lo ve ahora como un lugar de puertas abiertas, que acoge muy bien a los foráneos.
En la agrupación, la mayoría de sus integrantes son madres cabeza de hogar, que a través del canto se convirtieron en símbolos positivos, de acuerdo con el relato de Juan Andrés, quien ve en ellas un vehículo para preservar la cultura y las raíces.
Para que no se extinga la labor de estas mujeres alegres y resilientes, este activista inició también un semillero con 25 niños. Los ha acercado a la música, danza y gastronomía, para impulsar un interesante movimiento cultural en la comuna que sembró con los cantos de esas guardianas de la riqueza ancestral y la tradición.
«En La Sierra hay muchas cosas para mostrar y muchas experiencias por vivir. A eso le estamos apuntando, a que la gente venga y conozca todos los proyectos culturales y los procesos sociales que hay en nuestra comunidad», afirmó el líder.